14 junio 2007

Suspicion

Antes o después todo espía se entrega a la posibilidad de que acaben con él. No sé si aquella noche ella supo que yo habría puesto mi nuca en bandeja de todos modos, con la certeza de que ella trabajaba para el otro lado.

Todo empezó una noche de junio, en el junio más corto de los últimos años. La vi entrar en el restaurán con aquel vestido y su larga cabellera negra, deslizándose entre las mesas hasta pasar por mi lado y dedicarme su sonrisa. Yo sabía que una noche cualquiera terminaríamos frente al ventanal de una habitación de hotel, a orillas del mar. Sabía que acabaría acariciando esa cabellera, que acabaría despojándola del vestido mientras ella me decía que se podían ver las montañas y el final del océano desde esa habitación. Pero yo solo veía a una peluquera despedir de su salón a un niño con el pelo brillante y rasurado y algo más lejos un hombre vestido de oscuro. Sabía que una noche como ésa sería el momento adecuado para mecerme en su abrazo, acariciar su fina piel inalterada por los crímenes y las huidas, besar la mancha que rodea su ombligo como una constelación. Sabía de todos los peligros que corría en esa una única noche y con todo no me importó morder sus labios infinitamente, susurrarle en el hoyuelo de su barbilla Partiam, ben mio, da qui, y alejarme de esta profunda mentira en la que vivimos siempre los amantes y los espías.

Y posiblemente ella también lo sabía. Llegó esa noche. Me olvidé de mi seguridad mientras sospechaba que detrás de mí vigilaba con sus negros y brillantes ojos, yo acariciando el gatillo; ella, buscando el veneno en su bolsillo. Por algo la llamaban Ojos de Gata. Posiblemente ella tenía tambien menos confianza en mí que Lina McLaidlaw en Johnnie.

Pero esa noche no sucedió lo que casi siempre ocurre a los que han perdido su identidad. Quizá porque era 13, o porque en el fondo soy un hombre de suerte, no utilicé el arma y ella dejó la cápsula intacta. Dejamos pasar la noche sabiendo que a partir de ese momento nuestras vidas correrían peligro para siempre. No poseemos lo que no comprendemos.

Olvidé deliberadamente mi viejo reloj a su lado. A partir de aquel momento, mi tiempo ya dependía únicamente de ella. Ya nada es igual. Tras esa madrugada quedé sumido en una profunda felicidad de la que confieso no haber conseguido todavía escapar.

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