02 febrero 2006

Llamadas


Si la llamada era de mi padre, teníamos sólo una certeza: había tocado tierra. En ese momento, mi madre lo dejaba todo y se sentaba ante la mesa de la cocina, pegada a la pared, bajo el cable del supletorio. Apenas hablaban de nada importante, era un boletín muy soso leído en bata de guata. A mí me gustaba mirarla y encender cerillas, y me gustaba sobre todo cuando metía la mano en el bolsillo, sacaba una pareja de pendientes, se los colocaba; volvía a meter la mano, sacaba un pintalabios rojo, se pintaba en dos únicas pinceladas. De pronto, el diálogo se elevaba, parecía que por fin mi madre se había colado por el cable y estaba abrazada a mi padre en una cabina de la Barceloneta o de Santa Cruz. Así, hasta que mi padre se quedaba sin monedas. Él siempre prefería que se cortara la comunicación a tener que despedirse. Mi madre colgaba entonces, guardaba los pendientes, guardaba el pintalabios en el bolsillo de la bata. Y mientras mi padre se encerraba en el camarote y mi madre en el cuarto de baño, yo miraba mi cuaderno y pensaba: qué absurdo, a papá nunca le ha gustado que mamá se pinte.

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