05 abril 2005

La sonrisa de Dolores

Dolores descubrió un día que en su marido habitaba un fantasma. Era un fantasma muy antiguo, una adolescente delgada y esbelta que paseaba levitando entre pupila y pupila de su marido, como si no lo supiera. No siempre se aparecía: las raras veces que Dolores veía ese espectro era cuando su marido perdía la mirada con las manos al volante, de vuelta a casa de una de sus excursiones de fin de semana, o frente a cualquier paisaje formidable. En cuanto Dolores le golpeaba en el hombro suavemente o la luz verde del semáforo se encendía, la chica desaparecía rauda por el rabillo del ojo.

Nunca supo quién era ese fantasma ni por qué habitaba caprichosamente en su marido, pero en pocos años aquello se volvió incómodo y Dolores decidió que tenía que poner fin. Intentó convencer a su marido de que había que hacer desaparecer ese fantasma, pero no obtuvo ningún éxito. Perdida ya toda esperanza, Dolores decidió abandonar a su marido.

Muchos años después, de regreso a la ciudad, Dolores esperaba para cruzar la avenida cuando distinguió en frente a su antiguo marido. Se le veía feliz e iba del brazo de una mujer. Dolores no pudo reprimir observarla más a ella que a él. Era una señora de aspecto mayor, poco cuidada y demasiado gorda -pensó- para el gusto de su marido. Durante unos instantes, Dolores se dejó llevar por la satisfacción de sentirse más joven y más guapa que aquella señora estirando su cuello y pasándose la lengua por el labio superior justo antes de iniciar la marcha. Y cuando Dolores estuvo a punto de cruzarse inevitablemente con ambos y vio de cerca la cara rolliza y el cuerpo fofo de la mujer embutido en un vestido feo, no pudo reprimir su sonrisa.

Dolores giró la vista cuando la pareja se alejó. Observó por última vez al que había sido su único marido, y la observó después a la mujer cómo caminaba, casi levitando sobre el pavimento. Y pensó que los fantasmas envejecen muy mal.