07 agosto 2011

Delfines

De niños veíamos delfines. Se acercaban hasta el casco y nadaban a nuestro lado un buen rato. Mi hermano y yo apoyábamos la cabeza en la barandilla de cubierta y los mirábamos hasta que desaparecían. Ambos pensábamos que los delfines nos aventajaban en muchas cosas. Nosotros dependíamos de un buque y ellos no.

Una vez nos cansamos de esperar y decidimos tirarnos escaleras abajo. Al final de la escalera había una barra como la de los trapecistas. La tripulación se agarraba de ella al bajar cuando había movimiento. Ascendíamos unos cuantos escalones y saltábamos hasta abajo para agarrarnos de ella. Tres, cuatro, cinco escalones; salto y las manos en la barra, me columpio y al suelo. Ya habíamos saltado a la distancia que la prudencia podía permitirnos cuando mi hermano me propuso ir a divisar delfines. Miré las escaleras de nuevo, regresé; nueve, diez, once... Estaba prácticamente en la cubierta de arriba. Podía agarrarme o no, si no me agarraba, me daría de nuca con los escalones. Mi hermano no dijo nada nuevo, "estás loco". Contuve la respiración, eché hacia adelante todo lo que mis cortos brazos daban de sí y salté, salté y volé sobre los escalones, arrecifes hasta la salvación de la barra. Volé y volé y sigo volando y flotando entre una cubierta y otra, como un delfín volador. Mis manos llegaron a toda velocidad a la barra y se agarraron a ella fuertes, mis piernas siguieron su inercia y de pronto la barra se soltó del techo y caí.

Cuando recobré el conocimiento el cocinero me tenía en brazos. Mi hermano estaba al lado. No dijo nada, solo trató de mantener lo que pudo una mueca solidaria por lo que se avecinaba. Creo que le dije: "Ya sé respirar bajo el agua".

Foto: oldbilluk  Algunos derechos reservados 

08 abril 2011

Suicidio


Tengo la suerte de que desde las dos fachadas de mi edificio puedes ver el paisaje de Cap L'Horta y la Serra d'Aitana. Está en el punto más alto del cabo, se trata de uno de esos edificios con un corredor en la fachada norte y unas escaleras abiertas que lo recorren verticalmente, como una espina. De lejos parece un animal sentado en una cima, observando el pulso del mar. Hay gente que cree que es un lugar perfecto para el estío o para el suicidio.


Uno entra por las mañanas en el ascensor, se encuentra con un vecino. Sabe que tiene que contener los datos climáticos irremediablemente hasta el luminoso rojo entre el quinto y el cuarto. Lo que no podía imaginar es que cuando me encontré a la vecina "nunca veo cine español practico el nudismo por qué le tienen que llamar matrimonio a eso", feliz esposa de "pádel mejor que tenis coche recién reparado no viajo más al tercer mundo" me asaltara con aquella noticia: "Una mujer se ha lanzado desde el octavo".

Al principio no la entendí, a pesar de que el mensaje era gramaticalmente irreprochable y suficientemente desambiguado, y respondí que, en efecto, este año estaba siendo más seco. ¿Se ha lanzado una mujer desde el octavo? Repetí cuando ya apoyaba mis cinco dedos en la puerta y la mujer salía de la cabina. Sí, la del tercero se la ha encontrado cuando llevaba a su hija al colegio. No se sabe quién es, su cuerpo está detrás, en el parking, la policía lo ha cubierto con una sábana.

La vecina me siguió comentando que la mujer, de unos cincuenta y cinco, gordita, de pelo corto y oscuro, se había lanzado justo desde el piso superior al nuestro. No pude dejar de pensar en la imagen de una persona cayendo al vacío a mi lado mientras salgo de casa. A continuación, la vecina se quitó las gafas con dificultad, como quien se quita un rostro de látex, me apuntó con una patilla, y me susurró: " No sé si debería ser yo quien te diga esto. La señora ha preguntado al portero por tu pareja, y luego se ha suicidado". Terminada la frase, repuso su rostro de látex y se marchó.

La policía hizo las suficientes preguntas como para concluir que nada tenía que ver aquella mujer con i pareja, ni con nosotros, ni con el vecindario. Quizá conoció a alguien aquí que se llamaba igual. Durante unas horas pude contemplarla tendida en el parking. Se apreciaba perfectamente la postura del cuerpo, e incluso su colorido pantalón de flores y sus zapatillas de tenis.

 Por un momento pensé que bajaba, que la animaba a recobrar la vida y que la acompañaba hasta la parada del autobús después de plegar ambos cuidadosamente la sábana y dejarla sobre el asfalto. Imaginaba que ella se despedía desde la ventanilla agradecida, detrás de sus gafas de cristal rotas mientras me decía: “No ha sido nada, no te preocupes". Cuando entró el furgón, salí de mis pensamientos. Uno busca respuestas y encuentra más preguntas. Caro data vermibus.




Foto: F. Prieto, en Flicker, con licencia Creative Commons.

22 marzo 2011

Check-in

Aurora y yo estábamos en el recibidor del hotel. Esperábamos para inscribirnos en una larga cola. Avanzábamos a impulsos. El aburrimiento hizo que observara al resto de clientes, sobre todo a aquellos que entraban por la puerta resoplando, quejándose de lo costoso que había sido recorrer el camino entre el parking y el recibidor, una prueba de astucia y paciencia.

Aurora me hacía algún comentario y yo le respondía con cara de haber entendido, aunque tenía la atención puesta en una mujer que partía en pedacitos la foto de un piloto de aviación pelirrojo. En eso entró una pareja joven de la mano de una niña oriental, de unos siete u ocho años, de modo que me vinisteis a la cabeza. Tratando de encontrar parecido entre ella y Sofía Su-Wei y atento a sus juegos, advertí que se le acercaba otra niña más o menos de la misma edad. Si al principio deduje que serían hermanas, cuando una pareja algo mayor la reclamó para darle su juguete, entendí la casualidad. Los dados nos sonreían y avanzábamos hacia el mostrador febrilmente. Y mientras la fila se acercaba y descubríamos el horizonte de la recepcionista, observé que cruzaba la puerta una mujer sola, con otra niña oriental, también de la misma edad. En ese momento tiré del brazo de Aurora y me sonrió, ella, que me conoce bien, sabía que había respondido a sus comentarios de aquel modo porque sin duda estaba inmerso en alguna observación que no quiso perderse. Ambos nos miramos sorprendidos cuando llegó una cuarta pareja acompañados esta vez con dos niñas, ambas a dos orientales.

Quedaba muy poco para inscribirnos y sospeché que, de esperar más en la cola, el hotel se iría llenando de próceres con su niña oriental, y que terminaríamos envueltos en cabelleras lacias y oscuras bailando incesantemente a nuestro alrededor. Aurora no pudo reprimir sacar conclusiones cuando el grupo de niñas orientales nos alcanzaba la cintura. Se perseguían, se subían a los muebles, ascendían con esfuerzo por las escaleras y bajaban agarradas unas a otras con pánico;  pulsaban con insistencia el botón del ascensor y traficaban con toda clase de dulces. "Debe de ser una especie de convención", concluyó Aurora. Aunque casi siempre me produce pésimos efectos, nunca me dejo llevar por la lógica. Seguí contemplando la lluvia de niñas chinas aventurando que debía de ser un fenómeno ilusorio motivado por el jet-lag, aunque el viaje había sido corto y en automóvil. Estimé que debía de encontrar una réplica del fenómeno para acabar con la ilusión mientras cumplimentaba la ficha de registro. Cuando acabé, me quedé mirando a la recepcionista fijamente, hice ascender y descender mis cejas al unísono y le pregunté: "¿He de darle alguna contraseña?". "No, señor", contestó la recepcionista con toda su indiferente simpatía. "Le facilitamos una tarjeta de apertura automática". En ese momento supe que cuando me girara, descubriría aliviado que no hay ninguna niña en el recibidor del hotel, que Aurora ríe mi ocurrencia, y que el piloto de aviación pelirrojo pegado a mi nuca toma su turno en la recepción, mientras añade impertinente y antipático: "Para partirse".


(C) Foto Okinawa Soba AtribuciónNo comercialCompartir bajo la misma licencia  

31 enero 2011

Un hombre armado hasta los dientes

Ha entrado en silencio y se ha sentado. No sé cómo se llama. He esperado unos minutos hasta que se dieran cuenta de que patear un balón, mirar por la ventana o sentarse sobre las piernas de una compañera es algo que van a tener que dejar de hacer de un momento a otro. La mitad de ellos ha suspendido al menos la mitad de las asignaturas. La mayoría de ellos asegura que no tiene interés, pero que, a cambio, tampoco tienen ánimo ni ganas.

Les aseguro que les envidio. Se miran unos a otros y se ríen. Al menos, ellos tienen la suerte de poder hacer con sus vidas lo que les venga en gana. Solo tienen que imaginarlo. Yo ya no puedo, por mucho que trato de imaginarlo cada día. Se extrañan, pero ponen atención. Les pido que se imaginen qué quieren hacer con sus vidas.

"¿Y qué haces si después de fracasar una y otra vez, vuelves a tropezar y ya no tienes ánimo de seguir peleando?" Pregunta y no me mira a la cara ni una sola vez. Pregunta mirando al techo, no se ha quitado el plumas y tiene la mesa pegada en la boca del estómago. "Yo estoy tropezando desde que tengo tres años. Tengo 16." Tiene una forma extraña de hablar, como si tuviera a alguien impidiéndole el paso de las ideas y las guturales. El resto de la clase calla si él habla. Vuelve a preguntar, aunque la pregunta sea tonta, asegura, al tiempo que garabatea en la hoja. Dice que una visión positiva de la vida hasta el momento no le ha solucionado nada.

Han decidido que van a escribir en qué ocuparán sus vidas en el futuro, que lo colgarán en la pared de su habitación y que lo leerán cada vez que no tengan más remedio que aprender los verbos irregulares. Él mira su hoja de papel, y sigue en sus garabateos.

Es la hora de marcharse. Se queda el último, seguro en su lugar. Me acerco pensando que ya no le quedará una cuadrícula donde garabatear. No eran garabatos lo que dibujaba, sino un dibujo muy bueno, preciso, seguro, sin trazos de ensayo, la figura de un cuerpo humano, bien proporcionada, un hombre robusto, de rostro oculto bajo una media, un hombre armado hasta los dientes sin ánimo alguno de seguir peleando.

(C) De la imagen: wallyg AtribuciónNo comercialSin obras derivadas Algunos derechos reservados