18 octubre 2005

Sexo y marihuana en Toronto


El nombre del autor es tan difícil de pronunciar como cualquier palabra si tienes un par de hebras de tabaco en la boca. David Bezmozgis. Este canadiense de nacimiento lituano se llevó de calle a la crítica el invierno pasado cuando salió a la luz su Natasha And Other Stories, Natasha en la versión traducida de Destino.

El libro es la suma de historias independientes con ánimo de novela de adolescente. Tiene relatos buenos y lo protagoniza un alter ego de David Bezmogis, un niño que, como él, viaja a Toronto con su familia rusa para establecerse en la sociedad capitalista.

Ofrece esa sensación de que uno es pobre en Moscú como en Toronto. Que uno es pobre y punto. Natasha es el retrato de familia soviética sacando la vida adelante en el capitalismo canadiense, pero también lo es de la paquistaní en Manchester o de la española en Colonia. Ahora, de la ecuatoriana en Madrid. Arranca con un buen relato, se mantiene con buen pulso en los siguientes.

El libro tiene momentos estelares con el inicial Tapka, también con Natasha, donde un pasivo postadolescente recibe las primeras bofetadas sexuales de una quiceañera aspirante a prostituta de lujo o actriz porno (alguien podrá recordar por un momento Lolita, de Nabokov), y con el del levantador de pesas vencido (una metáfora del poder, de la corrupción y quizá del final del comunismo made in Russia). El libro no tiene final; mejor dicho: el final del libro se confunde con la vida real, porque uno no deja de pensar que aquello es un libro autobiográfico que comienza en la miseria y termina en el éxito. Berman, el protagonistas, se transmuta en Bezmozgis, el autor, en cuanto éste firma con su editor canadiense.

David Bezmozgis era un desconocido hace un año. La crítica norteamericana ha saludado el libro de Bezmozgis como sólo ellos saben saludar y apoyar a los aspirantes, le han otorgado el laurel de mejor rookie del año por su libro de relatos desde sus primeros combates en The New Yorker y Harper's. Empiezan a medirlo con los grandes, pero toda carrera de escritor es como la de un boxeador: dará golpes al aire y conectará otros directos al mentón del lector. Lo demás es una incógnita. Si no, que le pregunten a Ringo Bonavena.

17 octubre 2005

El fotógrafo del jazz

(C) William Claxton Teniendo en cuenta la colección de fotos sobre jazz con la que contaba en 1959, a William Claxton no le supuso mayor dificultad aceptar el trabajo que aquel tipo de Baden-Baden le estaba proponiendo desde el otro lado del cable telefónico.

Joachim-Ernst Berendt era el nombre del tipo. Y se le había metido en la cabeza hacía tiempo que su estudio sobre el Gran Arte Americano sólo podía estar completo con un buen puñado de fotos de Claxton.
Pero esta vez no se trataba de que encuadrara con su vieja Leika M3 -la que Richard Avedon le había regalado unos años atras- los arumacos de Chet Baker a su chica en Redondo Beach, ni la boca desencajada de Ray Charles al piano, ni a Miles Davis bajo el sol de Californa, calentando su garganta con un habano. Esta vez se trataba de llegar a la cuna del jazz.

La foto corresponde al álbum sobre Chet Baker que hizo Claxton a principios de los 50. Claxton encuadra a Baker en 1953, sentado en el suelo, rodeado por el bombo y por un bajo tumbado, enjaulado por los intrumentos, disparando el sonido de la trompeta bajo la panza del piano. (c) William Claxton.

Taschen acaba de anunciar la salida de un libro de más de 700 páginas sobre el trabajo de Claxton y Berendt: Jazz Life. El viaje
al corazón del jazz en un Chevrolet Impala, seguramente uno muy parecido al que los barbudos habían usado unos meses antes para pasear como señores por la Vieja Habana.

(C) William ClaxtonClaxton y Berendt viajaron con sus esposas hasta Nueva Orleans, a locales donde ahora hay clubes de streap-tease. Viajaron a la Penitenciaria Estatal de Luisiana, donde les habían prometido que encontrarían magníficos músicos negros entres sus rejas, y donde el guarda aceptó dejarles entrar siempre que ellos aceptaran los que pudiera pasarles allí dentro. Viajaron a San Louis, donde el viejo Dewey Jackson les dijo que había dejado de tocar su trompeta para siempre. Viajaron a Kansas City, donde fotografiaron la tumba de Charlie Parker, visitaron a la madre de éste, y le dieron su pésmae. Luego vino Chicago, el sur de California... Con este libro Taschen ha conseguido que ese viaje no acabe nunca, y que el ávido lector, voyeur de fotos, pueda acompañarles.


04 octubre 2005

Canción de cuna para artilleros


Aunque lo disimulen, mi familia hace tiempo que se formó una opinión de mí: creen que no ando bien de la cabeza. Eso se debe, sin duda, a mi afición por los actos extraños, como usar piedra pómez como esponja de baño o cloro de piscina como fijador. Y no habrían cambiado su opinión lo más mínimo si me hubieran visto ayer conduciendo camino Madrid, cantando el himno de artillería y llevando el compás como un director de orquesta de pueblo. Ni ellos, ni cualquier vecino de Hoya Gonzalo (Albacete).

Nosotros éramos como 10 hermanos porque a mi tío se le ocurrió la original idea de casarse con la hermana de la mujer de mi padre. Por tanto, mientras mi padre se dedicaba a surcar los mares atlánticos, era él quien criaba a hijos y sobrinos en una casa en el campo con una mujer, una cuñada, una abuela y un cuarto donde guardábamos los melones.

Mi tío era entonces capitán de artillería. No sé por qué ayer, en esa franja de La mancha donde sólo se oyen los clásicos de Radio Nacional, me arranqué a cantar el himno de artillería. Quizá a mi tío se le ocurrió que lo aprendiéramos para que no le diéramos el coñazo mientras conducía.

Recordé entonces que cuando lo cantábamos, los cuatro chicos nos quedábamos mirando a mi hermano menor porque él, a la altura de cierto verso, siempre cambiaba una nota, y la cambiaba por la nota más horrible jamás cantada. Al final, nos aficionamos a cantar el himno sólo con el fin de reírnos como borricos cuando llegara ese momento. Y recuerdo la cara de mi hermano, mirándonos incrédulo, pensando en qué poco gusto musical teníamos el resto.

Esta mañana he abierto el correo. Tenía un mensaje de mi hermano con un archivo adjunto. No me lo podía creer: me enviaba un mp3 del himno de los artilleros.

De niños, terminábamos con dos lagrimones de risa cuando le oíamos desafinar en ese verso que decía “Como la madre/ que al niño le canta/ la canción de cuna/ que le dormirá." Ayer yo también terminé con dos lagrimones que no se evaporaron hasta la entrada de Madrid por O'Donnell. No eran de risa.