16 diciembre 2007

Asas

Con los años, hay objetos que te acompañan aunque tú no quieras, mientras otros desaparecen por su cuenta. En estos años he ido deshaciéndome de muchos objetos, o se han esfumado sin dejar una nota. He vivido en siete lugares distintos, incluso durante un tiempo en un hotel. Tengo una bolsa desde entonces, y la bolsa me acompaña. La compré en una ciudad cuyas calles no tienen nombre. Estaba de saldo porque tenía un pequeño desperfecto. Por lo demás, estaba nueva. Me costó 24 dólares. Y diez años después la bolsa sigue igual, salvo por ese desperfecto. Es como la cicatriz de mi caída en bicicleta a los diez años: no molesta.

Hoy, por un momento, me he quedado pensando en eso mientras la tomaba de nuevo para utilizarla. He revisado la bolsa y me ha parecido muy raro que esté igual. A ella, sin embargo, le habrá parecido muy raro que en ese tiempo mi vida haya cambiado tanto. Cuando he abierto su larga cremallera de lado a lado y he introducido mi equipaje, un reloj, un portátil, un libro..., me ha parecido que mi bolsa era feliz. Quizá porque la he vuelto a llenar de ropa y objetos ha pensado que después de diez años de llevarla por todas partes, bajo todas partes y dentro de todas partes, sigo con ella. Seguramente ha pensado más de una vez que algún día me desharía de ella, o la perdería, la olvidaría, la rellenaría de cosas inservibles y la almacenaría en cualquier trastero. Pero sus peores temores no habrán sido esos, sino ser robada, tironeada, descosida, regalada o reutilizada por alguien con menos escrúpulos que yo.

A ella siempre le han gustado las cosas sencillas, que la agarrara de las asas, que pasara mi brazo por dentro de ellas y la colgara en mi costado mientras camino hacia algún lugar que nunca fue para siempre.

Y hoy he vuelto a tomarla de las asas dejándome llevar por una extraña satisfacción. He salido a la calle con ella. Ambos sabemos que dentro está muy seguramente todo lo que necesito.

28 noviembre 2007

20 años de sangre en una sábana

Hace veinte años mi amigo González y yo decidimos escribir una obra de teatro. Ya habíamos escrito algunas cosas juntos, pero nunca teatro, a pesar de que desde hacía unos años formábamos con compañeros de instituto una compañía de teatro. En diciembre de 1987 nos comunicaron que habíamos ganado un premio nacional del Ministerio de Cultura para menores de 30 años, el Marqués de Bradomín.

Al año siguiente estrenamos la obra con aquella compañía, Jácara Teatro, en el Teatro Campoamor de Oviedo. Ésta es la escena en la que mejor lo he pasado interpretando.

05 noviembre 2007

Aleteos



Sofía Su-Wei tiene tres años y está convencida de que vuela. Para ella es muy sencillo, solo tiene que extender los brazos y agitarlos de arriba a abajo. Entonces se eleva lentamente sobre el suelo varios minutos. Con un poco de práctica ha conseguido transitar desde la cama hasta el salón, procurando no despintarse las uñas cuando se golpea en las paredes del pasillo. Lo difícil no es girar, ya que se ayuda de los pies, sino abrazar a sus padres en vuelo sin perder un centímetro de altitud.

Hace poco agitó tanto los brazos y voló tan alto, que se quedó pegada en el techo y no bajó hasta que su madre le hizo cosquillas con el palo de la escoba. Y aunque solo ocurrió una vez y porque estaba enfadada, desde entonces su padre le prohíbe alzar el vuelo fuera de la habitación de juegos. Ambos, padre y madre, consideran ahora vender el ático y marcharse al campo para alejar a sofía de esta ciudad tan llena de cables. Los dos terminaron por acostarse muy tarde tratando posibilidades y planes, pero al fin durmieron felices y relajados gracias a ese ruido que produce el aleteo de Sofía al otro lado de la pared.

Y todo por culpa del tío Paco, que no se le ocurre otra cosa que enseñarle a volar.

18 octubre 2007

El cine de la avenida



La avenida es tan pequeña que su título parece una broma. En aquella acera hice cola con mi madre y mis hermanos para ver Tiburón. No solíamos salir, mi madre estaba sola y no le debía de apetecer mucho. Por ese motivo el mundo exterior era particularmente excitante. Salir era una expedición. Además, nosotros vivíamos en medio del bullicio del centro de la ciudad.

Hace poco, después de dejarte en la oficina, me detuve un instante delante su puerta. Está clausurado hace tiempo. Han quitado su marquesina hollywoodiense. Bajo esa marquesina y en la fachada había fotogramas coloreados de las películas y la taquillera y el acomodador te daban la impresión de entrar en un lugar fascinante. Dentro, las paredes estaban adornadas con fotos de estudio de grandes estrellas, como Robert Redford con mostacho y vestido de vaquero, o Sarita Montiel mirando de perfil la telaraña del techo. En la primera planta había nichos donde se anunciaban productos de tiendas del centro, como artículos de mercería o de caza. En uno de los nichos había una pirámide de ovillos de lana, en otro había un conejo disecado, de pie, con una cartuchera y un sombrerito tocado de una pluma.

No recuerdo la última película que vi en aquel cine del centro, solo recuerdo aquella noche en la que me llevaron y mi tío paró justo delante de la marquesina. Mí tía y yo bajamos del coche y me tomó de la mano, previendo tráfico. Parecíamos Natalie Wood y Mickey Rooney. Mi tío salío para aparcar su ranchera color plátano y regresó pocos minutos después con su bolso de mano. En cuanto llegó hasta nosotros, mi tía pasó su palma sobre el pelo todavía mojado de él y arregló el peinado y le dio una palmadita final muy a lo Varón Dandy. Como si unos metros más allá los flashes estuvieran a punto de estallar y la alfombra roja esperara nuestro paso hasta una butaca preferente del último pase para el público.

10 julio 2007

La noche y la tortuga

Hoy me he preguntado dónde guardaré este recuerdo. Es un recuerdo sentado entre junio y julio. Me he preguntado qué nombre le pondré. Para guardar ciertos recuerdos hay que sentarse sin prisas. Hay que doblarlos, envolverlos en un papel muy fino y acomodarlos en su caja de latón de la memoria. Creo que éste será un recuerdo bello. Sé que será agradable abrir su caja y quedarme mirándolo para entonces, dentro de muchos años. He decidido que voy a elegir ciertos fragmentos de este pedazo de tiempo y los voy a separar, para que sea más fácil recordarlo, como quien separa un mechón de pelo, unas monedas del país que visitó o la llave de un hotel donde vivió días felices.

Recuerdo aquella noche en primer lugar. No era una noche perfecta, en las noches perfectas de junio siempre he estado solo. Caminábamos por la orilla y nos mirábamos a través de ese cristal que se interpone cuando apenas conoces la voz y la vida de la otra persona. Avanzábamos por la costura de la playa y el mar y tropezábamos con objetos. Vimos los zapatitos de una niña, de quizá un par de años, alineados, mirando hacia el mar, esperando la vuelta de esos pies menudos y su correteo. Seguimos avanzando y de pronto percibimos a lo lejos un bulto redondo, como un inmenso sombrero. No dejamos de mirarlo hasta que lo alcanzamos, los dos a menos de un metro y descubriendo que aquél no era un objeto abandonado, sino el cadáver de una tortuga, el cadáver blanco y desolado de una tortuga.

Ninguno de los dos habíamos visto una tortuga en esa playa. Parecía apoyar todo su cuerpo vencido por la concha, con las extremidades extendidas. Ella notó que curiosamente no despedía olor alguno. Parecía abandonarse a la luz plateada de la noche, con ese aire de grandeza de ser inexistente. Si no fuera porque ya había perdido sus ojos y la piel en las manos, si no fuera porque la concha perdía su primera capa, habríamos querido ver que la tortuga se levantaba lo mínimo sobre su panza y regresaba al mar.

Quizá sea ése el nombre de mi recuerdo para ella. La noche y la tortuga. Ella fue la casi perfecta noche de junio y yo la tortuga muerta, vencida por el mar, disfrutando su última noche de luna, esperando quieta el último momento hasta la aurora.

29 junio 2007

Te deploro, nena

Mi prima Montse tenía sus poemas preferidos pegados con fixo en el armario. Los dos habíamos empezado a escribir hacía muy poco tiempo. Teníamos 16 y 17 años. A mí me gustaban más sus poemas que los míos. Yo andaba muy influido por el modernismo, ella no estaba influida más que por sus ganas de decir lo que sentía.

Tenía los poemas escritos a mano. Los leía con pasión. Los dos empezamos a hacer teatro en la misma época, sin saberlo. Todavía tengo guardado su programa de La casa de Bernarda Alba, del grupo de teatro del Instituto Alfonso X. Por aquel entonces mi prima salía con un chico que se llamaba Fernando. Fernando murió pocos años después en un accidente de tráfico.

Mi prima dejó de escribir y yo seguí y seguí. Y un poco seguí también por ella. Mi prima, que tiene los mismos apellidos que yo, lo mismo que si fuera una hermana, quizá es mi lado de mujer.

Estaba recordando ahora que un domingo leí uno de sus poemas favoritos pegado con fixo en el armario lacado, para enfado de mi tía. Era un breve poema. No lo he olvidado. No sé quién lo escribió. Pero ese poema lo he llevado en la memoria estos 26 años. El poema me ha pedido siempre que escriba, y el poema también ha cumplido lo que ha sucedido después en mi vida. Y ahí sigue, pegado con fixo en mi cabeza.

Absolutamente convencido
de que tus abrazos y tus besos
son mentira
te deploro, nena



14 junio 2007

Suspicion

Antes o después todo espía se entrega a la posibilidad de que acaben con él. No sé si aquella noche ella supo que yo habría puesto mi nuca en bandeja de todos modos, con la certeza de que ella trabajaba para el otro lado.

Todo empezó una noche de junio, en el junio más corto de los últimos años. La vi entrar en el restaurán con aquel vestido y su larga cabellera negra, deslizándose entre las mesas hasta pasar por mi lado y dedicarme su sonrisa. Yo sabía que una noche cualquiera terminaríamos frente al ventanal de una habitación de hotel, a orillas del mar. Sabía que acabaría acariciando esa cabellera, que acabaría despojándola del vestido mientras ella me decía que se podían ver las montañas y el final del océano desde esa habitación. Pero yo solo veía a una peluquera despedir de su salón a un niño con el pelo brillante y rasurado y algo más lejos un hombre vestido de oscuro. Sabía que una noche como ésa sería el momento adecuado para mecerme en su abrazo, acariciar su fina piel inalterada por los crímenes y las huidas, besar la mancha que rodea su ombligo como una constelación. Sabía de todos los peligros que corría en esa una única noche y con todo no me importó morder sus labios infinitamente, susurrarle en el hoyuelo de su barbilla Partiam, ben mio, da qui, y alejarme de esta profunda mentira en la que vivimos siempre los amantes y los espías.

Y posiblemente ella también lo sabía. Llegó esa noche. Me olvidé de mi seguridad mientras sospechaba que detrás de mí vigilaba con sus negros y brillantes ojos, yo acariciando el gatillo; ella, buscando el veneno en su bolsillo. Por algo la llamaban Ojos de Gata. Posiblemente ella tenía tambien menos confianza en mí que Lina McLaidlaw en Johnnie.

Pero esa noche no sucedió lo que casi siempre ocurre a los que han perdido su identidad. Quizá porque era 13, o porque en el fondo soy un hombre de suerte, no utilicé el arma y ella dejó la cápsula intacta. Dejamos pasar la noche sabiendo que a partir de ese momento nuestras vidas correrían peligro para siempre. No poseemos lo que no comprendemos.

Olvidé deliberadamente mi viejo reloj a su lado. A partir de aquel momento, mi tiempo ya dependía únicamente de ella. Ya nada es igual. Tras esa madrugada quedé sumido en una profunda felicidad de la que confieso no haber conseguido todavía escapar.

14 mayo 2007

Sofía

La señora de la frutería me habla de Jorge Reichmann. El pasado no existe, pero tampoco te puedes deshacer de él. Según Reichmann sólo vives si en medio de ese tránsito sabes construir un nido, dice la frutera, y hace un círculo con el dedo y me devuelve el cambio. Es cierto: si me deshiciera del pasado, él se lo llevaría todo, se llevaría también lo bueno, como las riadas se llevan vehículos y bacterias.

Eso me hace pensar que ella siempre ha estado en mi tránsito. Salvo en estos diez años de terror y naufragio, como diría Reichmann. Recuerdo algunos momentos, y de pronto aparece ella, casi desconocida, menuda. Aparece su voz de mástil rasgando la cuerda del cello, de la nota baja constante del preludio. Allí está ella, en la butaca de al lado, aplaudiendo conmigo. Allí está ella, sentados los dos frente al mar, cayendo la tarde y contándonos, corriendo tras una llamada: ha nacido Àlvar. Allí en esos momentos, cuando quieres partir un trozo de ti y entregárselo a alguien, de pronto aparece ella y siento el calor de su mano y no entiendo por qué ella. Pero yo entiendo tan poco.

Ella no lo sabe, pero también estaba mientras caminaba por Sebástopol, cargado con la cámara, comprando el Livre de Manuel en Montparnasse, en el pequeño cementerio por el que corre el río. Por el gran río del Paraná, sentado en otra butaca, en los salones de tango de Buenos Aires. Escribiendo en un café de Sevilla, callejeando entre los teatros de A Baixa en Lisboa, en las barcas amarradas de Aveiro, frente al Atlántico. Nunca se lo dije.

Otra vez ha vuelto ella. Después de tanto tiempo. Después de este pasado, de un golpe a otro, como diría Reichmann o Bonavena, ha vuelto. Quisiera que se quedara para siempre y no me doy cuenta de que esto ya es siempre, o que estuviera sólo para compartir esa parte mía que no existe sin ella. Después de todo este tiempo, ahora que por fin no sé dónde puse el pasado, ahora que por fin tout ça m'est bien égal.

Sofía no sabe cuánto y de qué modo me ayudó a regresarme.

Nana para Bombón de Ron

Bombón de Ron
me habla de Rufino
los dos sentados a dos patas
bebiendo vino blanco
Rufino no acepta obsequios
pero sí un un vino blanco
y fumar habano mientras
la cabeza reposa en el estuco
mientras la noche cae
y empieza la cosa

Rufino se desvina contándole historias
de sus noches en la fábrica
de la malvasía dourada
del oporto blanco
Bombón de Ron
le habla de sus ocas
con sus collares de petunias
vestida de azul cruzando la vereda
Bombón de Ron me pide
que la lleve a mi cocina
y le cocine verso a verso
una lasaña de altea
con una salsa de estrellas

Bombón de Ron
se duerme
y una lágrima se desronea en su mejilla
soñando cascadas
caballos en Pinar del Río
y yo la arropo mientras dormida
lía las hebras de su cabello

23 abril 2007

Toro de Barro

Una noche, de vuelta a la ciudad, pregunté por Toro de Barro. Jamás habría apostado un solo céntimo a que Toro de Barro tirara la toalla. Siempre pensé que era capaz de escupir la mandíbula en el ring antes de decir me rindo. Pero hay quien dice que no es así.

Cuando regresé de nuevo a casa, creí verle doblando una esquina en el barrio de Santa Cruz. Estuve a punto de dar un silbido para que se girara y me viera. Parecía su espalda arqueada y parecía su cabeza inclinada, midiendo la distancia entre los pies. Pero el silbido se esfumó en mi garganta porque advertí que, si era Toro de Barro, a Toro de Barro no le habían pasado por encima estos últimos 20 años. Me pregunté qué habría sido de él.

Así que entré en el bar pedí un trago y pedí que me dieran noticia. Me aseguraron que Toro de Barro fue dejando de decir. No dejó de hablar, pero sí de decir. Ni las bromas de los amigos lanzando golpes en el filo de su mentón, ni las invitaciones a las veladas, ni nada de nada. Nunca más volvió a sacarse sus puños de los bolsillos. Y nunca más volvieron a recordarle que él era un tipo distinto, que habría llegado adonde él quisiera. Como si con eso fuera a desmoronarse y convertirse en polvo de arcilla.

Todavía creo que Toro de Barro regresará. Y volveremos a esos atardeceres de charla y machaquito en su pequeño apartamento, todavía creo que volveré con la excusa de otro libro, que me mirará con un solo ojo para decirme que La Flaca ya no se pasa por allí y para decirme no me hagas reír hijodeputa, que todavía me duele la rodilla. Pero sobre todo espero que un día volveré a verle bailar en el escenario hasta quedarse solo, contemplando impasible el cuerpo desparramado del contrincante. Mi estupidez me hace ver visiones a veces, así veo cómo un día se acercará por el gimnasio, que otra tarde dibujará un par de uppercuts al aire y mirará desafiante al saco, como si el saco le debiera dinero. Que finalmente se hará muy tarde y sólo quedarán los cuatro de siempre, y entonces se sacará por fin las manos de los bolsillos y subirá, y les demostrará a todos que Toro de Barro existe, vaya si existe.

Mientras tanto, me conformo con leer Los libros y la vida.