18 diciembre 2006

La princesería

Recuerdo el día que abrieron la princesería en el pueblo. La mayoría estaba convencida de que el negocio iba a fracasar de modo estrepitoso. Y no lo pensaba el pueblo por completo porque mi familia siempre ha tenido la costumbre de entusiasmarse con las novedades. El dueño de la princesería era un tipo pelirrojo, enclenque y alto, y su mujer era aún más pelirroja y delgada. La princesería solo abría los sábados, así que esas tardes siempre nos deteníamos en su escaparate y veíamos detrás al matrimonio Krump, porque de ese modo se llamaban. Ambos juntos, con las manos descansando encima del mostrador, inmóviles, con un aire de concentración como si estuvieran a punto de tocar una pieza al piano.

Mi familia ojeaba las fotos de princesas de los escaparates, los modelos de torre de cristal, los catálogos de vestidos y diademas, los zapatitos de charol. Todos los complementos necesarios para el caso de que alguien estuviera dispuesto a adquirir en su tienda una princesa. Mi padre era quizá el más escéptico con la oportunidad del negocio. Quizá consigan encargos, pero me temo que éste no sea el meridiano adecuado para una princesa, sentenciaba. Fueron de una atención absolutamente exquisita. Antes de salir, a mi hermana pequeña le regalaron un diminuto corazón de porcelana.

El pueblo no se equivocó, y la princesería cerró a los pocos meses. Con la llegada del calor, colgaron el cartel de cese y vimos al matrimonio Krump organizar su mudanza y marcharse a un lugar donde hiciera más frío.

Afortunadamente, nuestro encargo ya había llegado, y tuvieron la amabilidad de pasar por casa para interesarse por las dos princesas que habíamos adquirido en su establecimiento. Tuvieron también la generosidad de regalarnos una completa colección de cepillos y diademas que acababan de descatalogar. Carla y Claudia, que era el nombre que elegimos para ellas, les deleitaron con una canción sueca, tocada al arpa. Mi madre les manifestó lo contentos que estábamos con sus princesas, y ambos dibujaron en el rostro a un tiempo una sonrisa de orgullo.

Todas las navidades recibimos una felicitación del matrimonio Krump junto al catálogo de su nueva princesería en Finnmark, al norte de Noruega. Parece que el negocio va viento en popa.

Fotofobia

Y así, un año tras otro, un verano tras otro verano, mamá fue convirtiéndose en gata. Y fue porque empezó a ver mejor en la oscuridad. Llegábamos a visitarla y nos movíamos torpemente entre los muebles porque las persianas estaban echadas. Ella te proponía café y veías cómo se perdía en la oscuridad del pasillo como quien se pierde en el túnel del metro. Luego volvía a la salita y tú olías el café antes de que llegara. Cerrabas los ojos para inhalar ese olor del café a la italiana y cuando los abrías te encontrabas a mamá delante, con su bata, soportanto la taza de café en la mano izquierda como si fuera un niño jesús. ¿Te has quedado dormido? No. Yo la miraba y me parecía que sus ojos brillaban.

Mamá fue desterrando la luz de su vida cotidiana y terminó moviendose a oscuras en un lugar para los objetos viejos y la memoria, pasando entre los buenos recuerdos sin tocarlos, acariciándolos con los bigotes, rodeándolos, saltándolos sin rozarlos, para que no se dolieran.


04 diciembre 2006

El lector sin prisas

Hace poco más de un mes, algunos amigos, conocidos y algún desconocido comenzamos un blog sobre nuestras lecturas favoritas en 10 diarios locales de España, fingiendo que no nos importaba demasiado.

Se han unido otros amigos en este mes, y ahora somos un grupo con aspiraciones a convertirse en muchedumbre que comparte lecturas. Se trata de recomendarlas aportando, sobre todo, nuestras vivencias con ellas, como notas al margen. Todo el mundo está invitado. Incluso usted, si está leyendo este post y desea recomendar aquel libro que tanto significó, puede enviarnos su reseña a El Lector Sin Prisas.

Y puedes encontrarlo en:

Diario de Mallorca
Levante
Diario Información
La Opinión de Murcia
Diario de Ibiza
Faro de Vigo
La Opinión de A Coruña
La Opinión de Málaga
La Opinión de Murcia
La Opinión de Zamora
La Provincia de Las Palmas

01 diciembre 2006

Aún nos quedan motivos

No éramos precisamente niños de un barrio rico. Poco más allá de nuestras casas, convivían ovejas y yonkis. La carretera terminaba en el edificio del instituto. No había nada más.

Realmente, en aquella época no teníamos muchos motivos para reír. En Jácara aprendí algunas cosas. Lo que menos, teatro. Aprendí la risa, aprendí qué era la amistad. Y aprendí que, por mucho que lo estuvieras pasando mal, siempre había alguien que lo estaba pasando peor, bastante peor.

Juan Luis era el quinto de seis y su madre nunca supo de dónde había sacado esa guitarra que le arrancaba de las manos cuando se quedaba dormido. La madre de Rafa cosía zapatitos de bebé en la esquina del salón. Su padre no quiso pasar a sumergido y le despidieron de la fábrica. El padre de Manolo llegaba hasta las encías de yeso de la obra, el padre de Mila o de Inma venía con las manos negras del taller. Bruno oía cómo sus padres mantenían en pie el bar cada día a las cinco de la mañana. La familia de Eva vivió en una camioneta seis meses cuando llegó de Ceuta porque no encontraban piso. El día en que la madre de Mario dio a luz a su cuarta hija, los médicos le dijeron que no podían hacer nada por salvar a su marido del cáncer. El padre de Cristina dejó a sus mujer y a sus tres hijas por lo mismo después de 20 años trabajando en Casablanca. En algunas casas, la tragedia se había sentado al menos una vez a la mesa y se había marchado enfurecida porque apenas había algo para ella.

El sábado 2 de diciembre, 25 años después, volveremos a subirnos a un escenario algunos de los de entonces. 25 años haciendo teatro es para celebarlo, pero no creo que sea eso lo único que se celebre.

En aquel 1981 todo era muy distinto: conseguimos treinta y cinco mil pesetas, Pablo compró lienzos y pintura y nuestras madres cosieron nuestro traje. Pedimos una sala prestada y subimos al escenario ante la mirada atónita de todos ellos: padres, madres hermanos, primos, tíos… Se tomaron la tarde libre, cerraron las tiendas, pusieron una excusa para no ir a trabajar y vinieron. Vinieron todos. Y lo hicieron también los vecinos, los familiares de los vecinos y los de los puestos del mercado. Hicimos nuestra función y supimos que había un motivo para reír y para guardar un espacio donde tener alguna ilusión, a pesar de cada sacrificio, de cada adversidad.

Cayó el telón, nos aplaudieron, se levantaron, nos vitorearon como si fuera la mejor obra que jamás se hubiera representado. Y nosotros, más de treinta adolescentes de un barrio de las afueras, hijos de emigrantes de todas partes, sentimos que este mundo mezquino y hostil era nuestro por una noche.

Creímos que era teatro, y no era más que nuestras vidas.

Diario Información, 1 de diciembre de 2006