22 noviembre 2004

Los domingos

ANTES podía cobijar tu pequeña cabeza en el hueco de mi esternón, allí donde comienza el abismo de la boca del estómago. Y es allí donde todavía habita la angustia de los domingos, en la boca del estómago, justo antes de que te marches. Ayer me di cuenta de que tu pequeña cabeza ha sobrepasado mi corazón, así que mientras te secaba la nuca, colocaba mi barbilla sobre tu frente, como si pudiera con ello hacer que dejaras de crecer. En esos momentos me tumba el tiempo y me arrastra hasta cualquier otro domingo nublado y tranquilo como el de ayer.

Pero ayer no lo pude remediar y te diste cuenta de que mis ojos se habían llenado de olas y quisiste sacar una de mi lagrimal con la yema de tu dedo. Luego te quedaste mirándola como aquella vez que encontraste un diamante cuyo parecido era enorme a un trocito de marmol blanco, y que guardas en el tercer cajón hasta que decidas qué comprar con él. Ayer te quedaste mirando sorprendido mi lágrima como a ese diamante, pensando quizá que la guardarías en el cajón también junto al diamante, y luego te abrazaste a mí muy fuerte un largo minuto, más largo e intenso que cualquier otro domingo triste, y me dijiste al oído: "tranquilo, papá" .

Un día sabrás que el diamante realmente era un trocito de mármol. Quizá sientas deseos de buscar en el tercer cajón entonces, donde se guarda el verano de los cinco años. He de decirte que el trocito de mármol ya no estará: el tiempo y mi lágrima lo habrán convertido en un diamante.

21 noviembre 2004

Nieva en Rusia

Hace 71 años que no nevaba tanto en Moscú, desde 1933. Precisamente cuando nació mi madre. El mismo año, en el otro extremo del mundo nació Yoko Ono, y un año después (10 meses menos un día que diría ella), Sofía Loren. Mi madre no tiene mucho que ver con Yoko Ono, salvo que a ninguna de las dos le gustaba demasiado los Beatles. Sin embargo, sí que tiene que ver con Sofía Loren, sobre todo porque le encanta una película suya, Los Girasoles, y porque mi madre también paraba la circulación cuando era joven. No sé qué tal cocina Sofía Loren ni Yoko Ono, pero puedo asegurar que poca gente hace mejor el arroz con costra que mi madre.

En todos estos años he escrito palabras que se han reunido en frases, y frases que se han reunido en textos. Pero sobre mi madre no tengo palabras para reunir. Cuando pienso en ella, vuelvo a aquel momento de mi vida en el que sólo existía una palabra y todo se podía describir con ella. Aquel momento en que el hambre se llamaba mamá o el viento se llamaba mamá, o el frío, o el desconcierto, el sueño, o la risa se llamaban mamá. Así que cuando digo mamá, estoy expresando todo lo que sé, dibujando un mapa tan grande como el país que representa.

Será por eso que las madres entienden a sus hijos con que digan mamá.

28 octubre 2004

A veces me cantas

CAMINO calle abajo en una ciudad desconocida y tengo tu voz al oído, cantando una canción: Los golpes ya no duelen, ay, Simón. En media hora estarás dormido y soñarás con pájaros que te llevan. Me has dicho que levantaste la cabeza y allí me viste detrás de la ventanilla, en lo alto, y que me enviaste un saludo con la mano. Te he prometido que la próxima vez saltaré en paracaídas y aterrizaré en el patio de tu escuela.


07 julio 2004

Y en el último trago me besas



CUANDO introduje el cd de la antología de Chavela Vargas para que iTunes lo codificara, iTunes comenzó a extraer la información: el nombre de la canción, la duración, la artista, el autor... Todo salvo el género. iTunes no pudo saber de qué género se trataban las canciones de soledad, desamor y alcohol de Chavela Vargas, así que el programa, en un atisbo de inteligencia impropio de un programa, terminó concluyendo que el género de Chavela es 'inclasificable'. Por una vez un dato en una base de datos no se pone por poner.

Tómate esta botella conmigo
y en el último trago nos vamos
quiero ver a qué sabe tu olvido
sin poner en mis ojos tus manos

Tómate esta botella conmigo
y en el último trago me besas

09 junio 2004

Mario es un gran amante de la música



Se podría decir que Mario ama realmente la música, por eso no se pierde un concierto de su cuarteto preferido de cuerda. Todos los sábados por la tarde tocan. Mario se sube a su Seat Ibiza y se dirige al centro. Deja el coche en el parking y toma asiento. Se sienta tan cerca que casi podría tocar por ellos. Los intérpretes (3 mujeres y 1 hombre) ya conocen a Mario. Es su espectador preferido. Antes de comenzar, incluso le dedican una breve mirada. Hasta la violoncelista le dirigió una vez una sonrisa y en Navidad le dedicaron un minueto. Cuando acaba el concierto, Mario aplaude de pie, con fuerza. Rara vez se ha perdido escucharlos, quizá algún día de lluvia. Pero lo peor no es el mal tiempo, sino la falta de formación de los espectadores en general, muy poco sensibles a escuchar el virtuosismo de los músicos, siempre pasando por delante, cargados de compras hasta arriba, gritando a sus niños que no crucen hasta que el semáforo se ponga verde. Pero a Mario no le preocupa lo más mínimo. Dejará un euro en la funda de un violín como siempre y volverá la próxima semana: le han prometido una pieza de Dvorak.

03 junio 2004

Mi prima Montse



EL DÍA 3 fue el cumpleaños de mi prima Montse. Cuando yo tenía 6 años y ella 5 decidimos fumarnos un cigarro debajo de la cama. Nos lo pasábamos el uno al otro. Cada vez que chupaba el Winston decía auh porque echaba atrás la cabeza y los ganchos del somier se le enredaban en el pelo y le tiraban. Al final, salimos de debajo de la cama y decidimos dejar el tabaco. Ella parecía Einstein.

25 mayo 2004

Minkowsky



EL HOMBRE de enfrente no deja de mirarme. El caso es que me resulta familiar. Quizá coincidimos en otro viaje. Al fin y al cabo debe de ir al mismo lugar que yo. Seguramente hace este mismo viaje a menudo, como yo. No sé si saludarle, porque no sé de qué le conozco. Debo de haber coincidido con él en algún lugar en otro tiempo. Puede que sea yo mismo y que la coincidencia no sea sólo el lugar sino también el tiempo. Así que o soy yo o es Minkowsky.

13 marzo 2004

Atocha, horas antes



EL HOMBRE del traje marrón asegura que le debe la vida al paquete de Nobel. Cuando llegó al andén, se echó la mano a los bolsillos: se había dejado el paquete sobre la mesa. Así que decidió volver a subir las escaleras para cruzarse, sin saberlo, con una docena de personas que nadie verá nunca más. Hoy me he cruzado yo con el hombre del traje marrón. Estaba sentado, con la mirada amenazando la entrada, pensando que parece que han pasado años desde el 11 de marzo. Y la ceniza cae sobre el escudo de su empresa de seguridad.

12 marzo 2004

Siete, ocho minutos

Siempre es el mismo trayecto después de casi dos años: salgo del tren, cambio de andén, espero ese cercanías que me lleva a Recoletos. Son esos siete, diez minutos que comparto mi vida cada con gente como la que dejó de existir el día 11. En esos siete, ocho minutos, he visto a rumanos tocar virtuosamente Bésame mucho con un acordeón destartalado, a peruanos abrazarse, a marroquiés reírse a boca tendida de un compañero dormido sobre el asiento, a ecuatorianas explicarse unas a otras la última lección de inmersión española. Hemos ayudado a subir las últimas escaleras hasta la salida porque no se puede con la carga de un trabajo y la silla de un bebé; nos hemos atrincherado en las escaleras mecánicas, hemos cruzado miradas con actrices, bailarines, músicos, ingenieros, albañiles, parados, estudiantes... Ayer, la concejala de Asuntos Sociales de Madrid, la misma que presentó su programa de beneficencia en el Hotel Ritz, decía que lo que más le duele por encima de todo son las víctimas. ¿Hay otra cosa que pueda doler? Hoy me abrazo de nuevo al mismo tubo y doy gracias al destino por cruzar de nuevo esas vías en busca del tren que me lleva en la primavera de Madrid, de Recoletos a Castellana camino de mi trabajo. Hoy doy gracias al destino por haberme dado sitio en ese tren cada semana. Doy gracias porque no olvidaré. Supe de la muerte de algunos niños, pensé en mi hijo: cuando él volvía de la escuela, le dijeron que habían puesto una bomba en Madrid. Mi hijo lloraba pensando que la bomba había hecho explotar todo Madrid y con él, a su padre. Nada mejor que las lágrimas de mi hijo para poder explicar lo que no pude ese día, para poder entender qué había pasado. Simplememente, mi hijo tenía razón: todo Madrid murió el 11 de marzo.

Hoy, en esta primavera que es invierno en Madrid, guardo mi billete de tren con destino a Alicante, fecha 11 de marzo, un billete que dice que yo debería haber subido a un tren en Atocha y que no lo hice porque doscientas personas dejaron de existir para que yo pudiera volver a abrazar a mi hijo Álvaro. Hoy puedo seguir esperando en ese andén el próximo tren a Recoletos, y puedo vivir sabiendo que nosotros no rezamos el Apoyarás a Bush Sobre Todas Las Cosas de la biblia capitalista, por más que los profetas de Las Azores nos lo hiceran escribir con la mano derecha. Yo no doy gracias a dios, ni rezo. Simplemente voy de nuevo en ese tren e intento levantar bien la cara y mirar bien a la ojos a la gente de esta ciudad para que sepan que vivo en Chamberí.

27 febrero 2004

Los ojos del gato

Ojos de gato

EL PUNTO de vista es lo importante, decía el Maestro Pernías. Porque fotos se hacen hasta con un bote de Cola-Cao. Un viernes, sobre las cinco. Temporal en Sierra Nevada, febrero de 2004. Parece un gato que se asoma por el alféizar de una ventana. La hizo Ãlvar, 5 años, con un Nokia 6610.

01 enero 2004

Despegue

Ni siquiera el primer beso se puede comparar con esa sensación. Diez segundos antes del despegue, imaginaba a mi madre preguntando en comisarías, en los hospitales. Imaginaba a mi padre escribiendo cartas al periódico, esperando que alguien le pudiera dar una mínima pista de su hijo desaparecido. Imaginaba a mis hermanos sentados a la mesa, disimulando su risa de felicidad viendo mi silla vacía, sospechando la verdad. Imaginaba a mi abuela arrodillada en la iglesia, mirando el cielo, justo donde yo me encontraba cincuenta minutos de cada viernes.

Nada se puede comparar con esa sensación: sincronizar con la base el proceso de ignición, oír el golpe de mi corazón en los oídos, esperar y esperar viendo el reflejo de mi cara en el vidrio de la escafandra. Esperar y esperar la cuenta atrás para por fin despegar de la tierra, atravesar la atmósfera, sumergirme en el espacio. Y así, flotar en el cosmos durante casi una hora, envuelto en la ropa colgada de mis padres, dirigiendo la nave con una percha, mientras mi famila me busca incesantemente. Finalmente regresar a la tierra, aterrizar sobre el dormitorio de mis padres y salir de la cápsula caoba, donde hoy mi madre guarda su viejo abrigo de visón.