13 agosto 2009

El mejor regalo

Durante un tiempo de mi niñez, el mundo se dividió entre plástico blando y plástico duro. Yo tendría unos diez años. Mi madre me llevó a la juguetería Rico y me preguntó qué regalo quería para mi cumpleaños. Yo había visto aquella caja de monstruos y mertos vivientes en varias ocasiones, había estado unos años atrás en el escaparate, durante la campaña de Reyes, y siguió allí durante todo el verano, entre flotadores de jirafas y gatos, esperando que algún niño dejara habitar a aquellos monstruos de plástico duro en algún castillo de arena. Pero no fue así, y a la vuelta del otoño, mientras volvía del colegio, vi a la dueña de la tienda retirar la caja y sustituirla por estuches de lápices y rotuladores, cuentos y maletines para el colegio.

Siempre que acompañaba a mi madre para elegir el regalo de alguno de mis hermanos, me separaba sigilosamente de ella y, en lugar de acercarme al escaparate para admirar los fabulosos Madelman, Big Jim o Geyperman, me dirigía al fondo de la tienda, un estrecho cuarto donde se acumulaban juguetes devueltos, pasados de moda, o rotos. Echaba la vista a la parte más alta de la estantería y allí estaba mi caja de grandes monstruos y muertos vivientes, una caja rectangular que contenía las figuras de Drácula, La Momia, Frankenstein y otros, expuestas como el friso de la Catedral de Notre Dame. Los miraba uno a uno detenidamente, sugestionado, atraído por la atávica llamada de lo oculto. Sentía tal emoción, que por muy poco que costara el juguete, no me atrevía a poseerlo.

Cuando llegó el día de mi cumpleaños, mi madre me llevó a la juguetería y me propuso regalarme un estuche con el último Madelman que acababa de salir de la fábrica. Novedad absoluta. Yo le dije que no lo quería y mi madre me miró extrañada. Me dirigí al fondo de la juguetería y le dije que quería aquel otro juguete. La dueña volvió a preguntar cuál, porque apenas sí se veía ya una esquina de la caja en la estantería. Agarró una escoba y trajo para sí la caja con el extremo. Dejó la caja sobre el mostrador y limpió el polvo, un tanto incrédula. Mi madre se bajó las gafas de sol hasta la punta de la nariz para observar el objeto y luego me miró preocupada. ¿De verdad quieres esto? Sí. Es horrroroso. Me encogí de hombros. Mi madre abrió el monedero y pagó a la dueña sin atreverse a pedirle descuento. La dueña envolvió la caja como si envolviera un gato muerto. Al salir de la juguetería, desenvolví el paquete rápidamente y miré bien de cerca mi flamante colección de monstruos y muertos vivientes, agarrando la caja como un acordeón. Mi madre caminaba y se reía de mí, y su risa era más siniestra que la de todos mis monstruos cantando al unísono ron, ron, ron, la botella de ron. Yo la miré y también me reí con ganas. Aquel día empecé a querer a mi madre.