22 marzo 2011

Check-in

Aurora y yo estábamos en el recibidor del hotel. Esperábamos para inscribirnos en una larga cola. Avanzábamos a impulsos. El aburrimiento hizo que observara al resto de clientes, sobre todo a aquellos que entraban por la puerta resoplando, quejándose de lo costoso que había sido recorrer el camino entre el parking y el recibidor, una prueba de astucia y paciencia.

Aurora me hacía algún comentario y yo le respondía con cara de haber entendido, aunque tenía la atención puesta en una mujer que partía en pedacitos la foto de un piloto de aviación pelirrojo. En eso entró una pareja joven de la mano de una niña oriental, de unos siete u ocho años, de modo que me vinisteis a la cabeza. Tratando de encontrar parecido entre ella y Sofía Su-Wei y atento a sus juegos, advertí que se le acercaba otra niña más o menos de la misma edad. Si al principio deduje que serían hermanas, cuando una pareja algo mayor la reclamó para darle su juguete, entendí la casualidad. Los dados nos sonreían y avanzábamos hacia el mostrador febrilmente. Y mientras la fila se acercaba y descubríamos el horizonte de la recepcionista, observé que cruzaba la puerta una mujer sola, con otra niña oriental, también de la misma edad. En ese momento tiré del brazo de Aurora y me sonrió, ella, que me conoce bien, sabía que había respondido a sus comentarios de aquel modo porque sin duda estaba inmerso en alguna observación que no quiso perderse. Ambos nos miramos sorprendidos cuando llegó una cuarta pareja acompañados esta vez con dos niñas, ambas a dos orientales.

Quedaba muy poco para inscribirnos y sospeché que, de esperar más en la cola, el hotel se iría llenando de próceres con su niña oriental, y que terminaríamos envueltos en cabelleras lacias y oscuras bailando incesantemente a nuestro alrededor. Aurora no pudo reprimir sacar conclusiones cuando el grupo de niñas orientales nos alcanzaba la cintura. Se perseguían, se subían a los muebles, ascendían con esfuerzo por las escaleras y bajaban agarradas unas a otras con pánico;  pulsaban con insistencia el botón del ascensor y traficaban con toda clase de dulces. "Debe de ser una especie de convención", concluyó Aurora. Aunque casi siempre me produce pésimos efectos, nunca me dejo llevar por la lógica. Seguí contemplando la lluvia de niñas chinas aventurando que debía de ser un fenómeno ilusorio motivado por el jet-lag, aunque el viaje había sido corto y en automóvil. Estimé que debía de encontrar una réplica del fenómeno para acabar con la ilusión mientras cumplimentaba la ficha de registro. Cuando acabé, me quedé mirando a la recepcionista fijamente, hice ascender y descender mis cejas al unísono y le pregunté: "¿He de darle alguna contraseña?". "No, señor", contestó la recepcionista con toda su indiferente simpatía. "Le facilitamos una tarjeta de apertura automática". En ese momento supe que cuando me girara, descubriría aliviado que no hay ninguna niña en el recibidor del hotel, que Aurora ríe mi ocurrencia, y que el piloto de aviación pelirrojo pegado a mi nuca toma su turno en la recepción, mientras añade impertinente y antipático: "Para partirse".


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