04 junio 2008

Lubitsch para los malos tiempos

Cuando ella se sumerge y no quiere salir, deja en su lugar una muñeca de plástico que le guarda cierto parecido, una muñeca que mira a ninguna parte, con las rodillas rayadas con boli bic y vestida de enfermera. Pero no consigue engañarme. Yo me siento al lado de la muñeca, pero la extraño a ella: no tiene su piel ni los ojos tan grandes, ni gime cuando paso mi mano por su espalda cuando amanece. La muñeca no habla, ella sí: cuando ella lo hace consigue que mi corazón crezca como sus orquídeas. He de bajar hasta las profundidades de su tristeza a suplicarle que salga. Y siempre la encuentro escondida en la habitación del desasosiego, solo iluminada por una pantalla. Siempre la encuentro recostada, agarrada a su cojín, viendo Cluny Brown. Le reconforta Lubistch. Se hace difícil conseguir que vuelva conmigo, no se puede competir con el toque Lubitsch. Reconozco que la entiendo. Y vuelvo con la muñeca y me siento a su lado y hablamos de todo, pero no entiende nada.

Cuando yo me sumerjo soy un pez en el acuario. Me gusta mover mi cola para mantenerme en el mismo lugar mientras ella, deformada por el agua, pasea de un lado a otro haciéndome el caso que se la hace a un pez. La tristeza produce sopor, así que tomo impulso y salgo de allí de un salto para caer al parqué. Muriel se acerca, me olisquea, ladra. Y ella llega hasta mí y me besa en mi boca de pez abierta con la punta de su lengua, para que me convierta en príncipe de nuevo.

Te espero.