15 febrero 2005

El misterioso suceso del edificio Windsor

Anoche observé que mi calle estaba cortada de un lado a otro. Cuando iba a cruzarla, al borde de la acera, una mujer de pelo lacio y teñido, enfundada en un manteau beige et gants roses, se dirigía a una cámara de televisión. A varios metros, un par de mujeres igual de elegantes se situaban en idéntica pose. Por un momento pensé que habían sustituido los semáforos por reporteras.

Al otro lado de la acera, un señor de aspecto excéntrico y la mano oculta en el bolsillo, miraba un punto oscuro en el cielo con sonrisa de satisfacción.

Hoy caían diminutos copos de nieve en la calle. Al levantar la cabeza, he visto el esqueleto negro del edificio Windsor. De pronto, en el mismo lugar, el mismo señor de anoche. Le he dirigido un corto saludo, pero ha permanecido mirando con la misma sonrisa otro punto en el cielo. Esta vez, un punto ocupado por el vetusto y horroroso edificio de la Compañía Telefónica.

En ese momento he caído en la cuenta de que algo extraño estaba a punto de suceder. Algo por lo que, seguramente, esta noche mi calle se volverá a llenar de reporteras. Antes de poder dirigirle una mirada más, el hombre se ha desabrochado el abrigo y ha sacado un enorme cañón de fáseres comprimidos y ha apuntado al edificio de la Compañía Telefónica, sin duda con el fin de disparar contra él y dejarlo en la más absoluta ruina.

En ese momento, mientras yo observaba atento cómo el hombre inclinaba su cabeza tras la mira guiñando el ojo derecho, le he dicho:

-Espero que esta vez no falle, monsieur.

09 febrero 2005

He visto pasar a mi padre

Hoy ha sido un día de lluvia. Los días de lluvia son días donde paso la uña por una masa pegajosa que adhiere los vidrios a las ventanas. Las ventanas son azul plomo, como el mar donde vive papá.

Yo esperaba a mi padre. Entonces yo había perdido la voz. Un médico gordo y con gafas me dejó sin voz con cuatro años: la arrojé a un cubo que sostenía una enfermera, acompañada de un charco de sangre. Luego, esperé a mi padre en el hospital. Lo esperaba todas las noches, mirando por la ventana que daba al mar. Y ya amaneciendo, miraba a mi madre, durmiendo en el sillón, con la cabeza reposada sobre el hombro, como un pato desnucado. Yo quería preguntarle por qué papá no había llegado, pero yo no tenía voz.

Cuando mi padre pudo llegar, se sentó a mi lado y me hizo un gesto con su mano a la altura de la garganta, como preguntándome: ¿te duele? Yo contesté que no, ladeando la cabeza.

Esta mañana de lluvia, mientras conducía, he visto a mi padre en su coche azul marino. He apretado el acelerador y he puesto mi coche a su altura. Por unos segundos hemos ocupado la autovía nosotros dos. Cuando he tocado el claxon, quizá ha pensado que era un extraño avisándole de algún peligro. Por fin, me ha reconocido y ha sonreído. He levantado la mano, saludándolo desde el silencio de mi coche. Él ha levantado la suya, devolviéndome el saludo desde el silencio del suyo.

Después, he tenido que alejarme, dejándole atrás, cada vez más pequeño en mi retrovisor, pero sin dejar de mirar su coche azul marino por el espejo, y viendo cómo seguía con la mano levantada, haciendo el mismo gesto que cuando entró en la habitación del hospital y me preguntó si me había dolido la operación de amígdalas.

He pensado que sí que dolió, que nunca dejó de doler.