Hoy ha sido un día de lluvia. Los días de lluvia son días donde paso la uña por una masa pegajosa que adhiere los vidrios a las ventanas. Las ventanas son azul plomo, como el mar donde vive papá.
Yo esperaba a mi padre. Entonces yo había perdido la voz. Un médico gordo y con gafas me dejó sin voz con cuatro años: la arrojé a un cubo que sostenía una enfermera, acompañada de un charco de sangre. Luego, esperé a mi padre en el hospital. Lo esperaba todas las noches, mirando por la ventana que daba al mar. Y ya amaneciendo, miraba a mi madre, durmiendo en el sillón, con la cabeza reposada sobre el hombro, como un pato desnucado. Yo quería preguntarle por qué papá no había llegado, pero yo no tenía voz.
Cuando mi padre pudo llegar, se sentó a mi lado y me hizo un gesto con su mano a la altura de la garganta, como preguntándome: ¿te duele? Yo contesté que no, ladeando la cabeza.
Esta mañana de lluvia, mientras conducía, he visto a mi padre en su coche azul marino. He apretado el acelerador y he puesto mi coche a su altura. Por unos segundos hemos ocupado la autovía nosotros dos. Cuando he tocado el claxon, quizá ha pensado que era un extraño avisándole de algún peligro. Por fin, me ha reconocido y ha sonreído. He levantado la mano, saludándolo desde el silencio de mi coche. Él ha levantado la suya, devolviéndome el saludo desde el silencio del suyo.
Después, he tenido que alejarme, dejándole atrás, cada vez más pequeño en mi retrovisor, pero sin dejar de mirar su coche azul marino por el espejo, y viendo cómo seguía con la mano levantada, haciendo el mismo gesto que cuando entró en la habitación del hospital y me preguntó si me había dolido la operación de amígdalas.
He pensado que sí que dolió, que nunca dejó de doler.
1 comentario:
Me ha gustado mucho! Sigue escribiendo.
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