19 abril 2013

Winchester 74

Yo entonces era un niño, pero el asesinato de Miquel Grau por un ladrillazo de un militante de Fuerza Nueva me dejó una sensación de impotencia que me saqué de encima en clase de pretecnología.

Miquel Grau tenía veinte años, era miembro del Moviment Comunista del País Valencià, estaba pegando carteles para conmemorar la Diada y el tipo que le asesinó pertenecía a una familia bien dueña de unas gasolineras de la avenida de Dénia. Al tipo lo condenaron a 12 años de prisión, pero salió a los cinco con la firma del ministro Cavero. A eso lo llamaban "transición democrática".

El caso es que, aunque  yo era un niño, eso no era obstáculo para que estuviera muy cabreado, mucho.
Me imaginaba que subía al autobús hasta Foncalent, que me parapetaba en una de las rocas de la sierra, sacaba mi Winchester y le descerrajaba cuatro tiros en la cabeza a aquel tipo en la hora del paseo por el patio. Y nadie conseguía saber quién había vengado a Miquel Grau y con tanta puntería. Pero yo no contaba con un Winchester, no podía parapetarme en ninguna roca cerca de Fontcalent porque no había autobuses para Fontcalent y, por tanto, no podía coser a nadie a balazos. Y además, yo siempre he ido con los indios.

Pero disparé a mi manera. En esas fechas de la Diada, el cura nos había pedido que hiciéramos algo con arcilla en clase de pretecnología. Yo presenté una senyera ondeante, y el cura me la rechazó, dijo que nada de política, que hiciera un cenicero para mi padre o me suspendía. Tenía veinticuatro horas. Entonces me fui a casa, cogí otro bloque de arcilla, y a la mañana siguiente se lo puse sobre la mesa. El hombre se quitó las gafas, abrió los ojos todo lo que pudo, y preguntó: "¿Qué es esto?". Yo quise decirle: "He sido yo, he disparado al tipo que mató a Miquel Grau", y ahora voy a dispararle a usted, por facha y por botifler". Pero respondí lo que puede responder cualquier inútil con un bloque de arcilla: "Es un ladrillo, he hecho un ladrillo". El profesor tomó aquel tocho, le dio varias vueltas, y me preguntó después de ver un gran hueco en él: "Y esto, ¿qué es?" Es para poner la ceniza, le aclaré innecesariamente.

Me puso un cinco. Me fui a mi casa con mi ladrillo y allí le pinté las barras rojas y gualdas con la témpera de mi hermana.

08 abril 2013

Pilar Bardem habla en su camerino

Pilar Bardem estaba sentada frente a mí, de espaldas, maquillándose frente al espejo. Le hablaba a un tipo elegantemente vestido, no a mí, un tipo de unos treinta y tantos, sentado al fondo del camerino con las piernas cruzadas, pendiente de que su traje gris oscuro hecho a medida no se arrugara, con la cara abotargada por la presión de la corbata a rayas, la manos entrelazadas presionando la rodilla que se apoyaba sobre su otra pierna, el nudo del cordón cayendo a ambos lados del empeine en tenguerengue. Pilar Bardem se preguntaba cómo era posible que el teatro hubiera llegado a un acuerdo con un banco para promocionar su función. Ah, se trataba de que los universitarios fueran más al teatro y abrieran de paso cuentas corrientes. Pilar Bardem hablaba y hablaba sin parar de la desigualdad de las mujeres, de la clase dominante y de la clase dominada, de que, a pesar de la bonanza económica, del "milagro de Rato", las chabolas no paraban de crecer como hongos en el cinturón de soga de Madrid. Y de vez en cuando se detenía un rato y miraba a aquel tipo, siempre respetuosamente callado, un tanto sorprendida de que no le contradijera en nada, de que aquel engominado incluso le diera la razón. Pilar Bardem no dialogaba, era un monólogo dirigido a aquel tipo estirado. Quería recordarle que detrás de su despacho existen millones de personas que nunca han tenido la ocasión de hacer que este mundo sea más justo y que pensara por un momento cuánto él les debía. Quizá porque aquel tipo la escuchaba relajado, atentísimo, Pilar Bardem hablaba pausadamente de todo aquello, poniendo matices donde era debido, sin apresurarse, utilizando esos silencios para lanzar un ajá demoledor. Ninguno percibió que ella se había pasado hora y media hablando y maquillándose. Era seguramente la única hora y media en la que podía dar rienda suelta a sus principios en su propio camerino del Teatro Alcalá y con el enemigo delante. Pero el espectáculo debía comenzar, así que Pilar Bardem se levantó de su silla, se giró y estrechó la mano de aquel tipo del banco para despedirse, pidiéndole que hiciera algo, algo en serio sobre todo aquello. Y aquel tipo, para sorpresa de Pilar Bardem, le dijo que aquella conversación era lo mejor que había obtenido del teatro y de sus últimos años, seguramente. Que se había dado cuenta de que tenía que hacer algo, sí, y que lo haría nada más saliera por esa puerta. Pero lo que no dijo aquel tipo es que debajo de ese traje había un profesor de literatura, un tipo que había dejado de escribir teatro, de escribir relatos, alguien a quien también le jode no haber tenido la ocasión de hacer que esta sociedad sea más igualitaria. El hombre del traje gris dejó a los amigos del banco poco después y volvió a casa para hacer lo que había prometido. Y fue por eso que volví a escribir.

17 septiembre 2012

Juguetes

Foto: El nostre Alacant d'antany

Entre la fábrica de la foto y mi colegio había un descampado, unas cuantas cuevas y un promontorio donde, según un pastor, se escondían los rojos. Los de la fábrica echaban los juguetes con taras cada cierto tiempo. Trenes mal moldeados, brazos y cabezas de muñecas, ruedas de coches de bomberos, cañones de carros de combate se amontobaban en la ladera del promontorio. Y allá íbamos nosotros en el recreo, recolectábamos las piezas de unos y otros y formábamos juguetes nuevos, cadáveres exquisitos. En la mañana más fría de todos aquellos años recogimos tantas vías de tren que planeamos hacer la red ferroviaria más ambiciosa del Estado. A punto de marcharnos, uno de nosotros se dio cuenta de que tras el promontorio salía humo. Decidimos investigar a pesar de que el recreo ya se acababa e íbamos cargados de vías de tren. Cuando llegamos arriba, vimos que el humo se debía al cadáver de un perro calcinado unos metros abajo. Nos acercamos hasta él impresionados: no teníamos más que seis o siete años, nunca habíamos visto un cadáver y mucho menos calcinado. Al olor de la muerte se sumaba el olor del plástico quemado. Estuvimos mirándolo un rato cuando me di cuenta de que pegado a mi pie había un cachorro. Lo tomé, todavía estaba caliente. Quizá porque parecían juguetes no nos habíamos dado cuenta de que había más a nuestro alrededor. Eso era la muerte, pensé: está alrededor y no la ves. Soltamos las vías y recogimos todos los cachorros, seis o siete. Todavía recuerdo el contacto caliente del cachorro en mi mano pequeña, pero no puedo recordar quiénes eran mis compañeros.

A pesar del agua y del jamón de york, no pudimos resucitar a ninguno. No supimos qué hacer y el recreo se había acabado hacía mucho rato, así que alguien propuso dejarlos al lado de quien seguramente había sido su madre. Los cachorros brillaban sobre los tizne de una hoguera que se iba apagando con las gotas de lluvia. Regresamos al colegio con el estómago cerrado y entramos en clase de religión empapados. Por supuesto, conseguí que me castigaran.

27 marzo 2012

Mensaje en el día mundial del Teatro

Que vuestro trabajo sea convincente y original. Que sea profundo, conmovedor, reflexivo y único. Que nos ayude a reflejar la cuestión de lo que significa ser humano y que dicho reflejo sea guiado por el corazón, la sinceridad, el candor y la gracia. Que superéis la adversidad, la censura, la pobreza y el nihilismo, algo a lo que, ciertamente, muchos de vosotros estaréis obligados a afrontar. Que seáis bendecidos con el talento y el rigor necesarios para enseñarnos cómo late el corazón humano en toda su complejidad, así como con la humildad y curiosidad necesarias para hacer de ello la obra de vuestra vida. Y que sea lo mejor de vosotros - ya que será lo mejor de vosotros, y aun así, se dará sólo en los momentos más singulares y breves - lo que consiga enmarcar esa que es la pregunta más básica de todas: “¿Cómo vivimos?” ¡Buena Suerte!
John Malkovich

21 marzo 2012

La bicicleta de mi padre

La explosión de la armería El Gato en Alicante
No recuerda muy bien el color, diría que era roja, pero no está seguro. Aquella bicicleta sobrevivió a un viaje en alta mar, a una guerra, a la explosión de la casa donde se alojaba. Soportó todo menos lo único que no soportan las bicicletas de los niños: que estos dejen de serlo.

De Larache a Soria, de Soria a Calatayud, de Calatayud a Alicante. Seguramente, el penúltimo viaje de la bicicleta a aquella casa de la calle Altamira era totalmente innecesario. Mi padre ya tenía diez años, pero la vieja bicicleta les acompañó a su nueva casa:  la tercera y última planta del número 32. Sobre ella, solo las bohardillas y cuartos que los vecinos usaban para sus trastos. La vivienda ocupaba toda la planta. Había sido pensión antiguamente. Treinta y dos habitaciones, un lugar que atravesar como un laberinto, donde jugar con sus dos hermanos de ocho y seis años, un lugar como un faro, donde podían asomarse nada menos que a tres calles: Altamira, Capitán Meca y San Fernando.

En la planta baja había un kiosko y una armería. Era la Armería Llopis, aunque todo el mundo la conocía como la armería El Gato. Mi padre se asomaba al hueco de la escalera  y veía cómo los operarios entraban cargados de cajas de explosivos acompañados siempre por la Guardia Civil, como si aquellas cajas contuvieran en realidad el tesoro de la Isla del Esqueleto.

Era una bicicleta roja, de piñón fijo y ruedas de goma maciza
Mi abuela pensó que el olor a quemado era demasiado fuerte como para no tener importancia. Sus tres hijos estaban jugando en el salón, en la fachada que daba a la calle Altamira, esa parte del edificio que saltó por los aires tras la explosión. Comenzó a buscar por todas las habitaciones el origen de aquel olor, pidió la ayuda de la asistenta, de su hermana y de su cuñado, pero no encontraban el origen dentro de la casa. Se dirigió a toda prisa hacia la puerta, temiéndose lo peor.  Cuando salió al rellano, vio que las llamas ascendían por el hueco de la escalera. No había tiempo de salir del edificio, estaban atrapados sin remedio en medio de un incendio. Mi abuela decidió tratar de ponerlos a salvo en las habitaciones de la fachada más alejada del fuego, la que daba a la calle San Fernando.

Una explosión, luego, el silencio. Por fin abrieron los ojos y vieron que la mitad de su casa ya no existía, solo una muralla de humo que se disipaba lentamente frente a ellos dejando ver la calle. La armería El Gato había estallado por los aires, lanzando proyectiles de piedra, causando la muerte a diecisiete personas e hiriendo a más de un centenar. En ese momento, no solo habían perdido su casa y sus posesiones, sino que estaban atrapados en una de las últimas habitaciones de la última planta de un edificio a punto de derrumbarse. Y mi padre pensó que quizá el Capitán Silver había regresado a por su tesoro.

El tiempo había muerto definitivamente antes de que comenzaran a oír golpes en la pared, en un muro de casi un metro que les separaba del edificio colindante. La pared cedió, cayeron casquetes y vieron a un grupo de soldados armados con picos, gritando, reclamando que pasaran adonde ellos se encontraban. Mi padre saltó de los brazos de su madre y pasó por el hueco con la confianza que daba el ejército español, y sintió que unos brazos fuertes le agarraban y le llevaban en volandas alejándolo del peligro. Eran los brazos de su padre, el brigada de infantería José María Sanguino.

Se mudaron a una planta baja en La Florida. La bicicleta acompañó a mi padre hasta allí, no así su gramófono. Mi padre volvió a subir a ella y se dio cuenta de que ya no podía seguir pedaleando en aquella vieja bicicleta roja, de piñón fijo y ruedas de goma. Ya era demasiado mayor.