18 octubre 2007

El cine de la avenida



La avenida es tan pequeña que su título parece una broma. En aquella acera hice cola con mi madre y mis hermanos para ver Tiburón. No solíamos salir, mi madre estaba sola y no le debía de apetecer mucho. Por ese motivo el mundo exterior era particularmente excitante. Salir era una expedición. Además, nosotros vivíamos en medio del bullicio del centro de la ciudad.

Hace poco, después de dejarte en la oficina, me detuve un instante delante su puerta. Está clausurado hace tiempo. Han quitado su marquesina hollywoodiense. Bajo esa marquesina y en la fachada había fotogramas coloreados de las películas y la taquillera y el acomodador te daban la impresión de entrar en un lugar fascinante. Dentro, las paredes estaban adornadas con fotos de estudio de grandes estrellas, como Robert Redford con mostacho y vestido de vaquero, o Sarita Montiel mirando de perfil la telaraña del techo. En la primera planta había nichos donde se anunciaban productos de tiendas del centro, como artículos de mercería o de caza. En uno de los nichos había una pirámide de ovillos de lana, en otro había un conejo disecado, de pie, con una cartuchera y un sombrerito tocado de una pluma.

No recuerdo la última película que vi en aquel cine del centro, solo recuerdo aquella noche en la que me llevaron y mi tío paró justo delante de la marquesina. Mí tía y yo bajamos del coche y me tomó de la mano, previendo tráfico. Parecíamos Natalie Wood y Mickey Rooney. Mi tío salío para aparcar su ranchera color plátano y regresó pocos minutos después con su bolso de mano. En cuanto llegó hasta nosotros, mi tía pasó su palma sobre el pelo todavía mojado de él y arregló el peinado y le dio una palmadita final muy a lo Varón Dandy. Como si unos metros más allá los flashes estuvieran a punto de estallar y la alfombra roja esperara nuestro paso hasta una butaca preferente del último pase para el público.