27 marzo 2012

Mensaje en el día mundial del Teatro

Que vuestro trabajo sea convincente y original. Que sea profundo, conmovedor, reflexivo y único. Que nos ayude a reflejar la cuestión de lo que significa ser humano y que dicho reflejo sea guiado por el corazón, la sinceridad, el candor y la gracia. Que superéis la adversidad, la censura, la pobreza y el nihilismo, algo a lo que, ciertamente, muchos de vosotros estaréis obligados a afrontar. Que seáis bendecidos con el talento y el rigor necesarios para enseñarnos cómo late el corazón humano en toda su complejidad, así como con la humildad y curiosidad necesarias para hacer de ello la obra de vuestra vida. Y que sea lo mejor de vosotros - ya que será lo mejor de vosotros, y aun así, se dará sólo en los momentos más singulares y breves - lo que consiga enmarcar esa que es la pregunta más básica de todas: “¿Cómo vivimos?” ¡Buena Suerte!
John Malkovich

21 marzo 2012

La bicicleta de mi padre

La explosión de la armería El Gato en Alicante
No recuerda muy bien el color, diría que era roja, pero no está seguro. Aquella bicicleta sobrevivió a un viaje en alta mar, a una guerra, a la explosión de la casa donde se alojaba. Soportó todo menos lo único que no soportan las bicicletas de los niños: que estos dejen de serlo.

De Larache a Soria, de Soria a Calatayud, de Calatayud a Alicante. Seguramente, el penúltimo viaje de la bicicleta a aquella casa de la calle Altamira era totalmente innecesario. Mi padre ya tenía diez años, pero la vieja bicicleta les acompañó a su nueva casa:  la tercera y última planta del número 32. Sobre ella, solo las bohardillas y cuartos que los vecinos usaban para sus trastos. La vivienda ocupaba toda la planta. Había sido pensión antiguamente. Treinta y dos habitaciones, un lugar que atravesar como un laberinto, donde jugar con sus dos hermanos de ocho y seis años, un lugar como un faro, donde podían asomarse nada menos que a tres calles: Altamira, Capitán Meca y San Fernando.

En la planta baja había un kiosko y una armería. Era la Armería Llopis, aunque todo el mundo la conocía como la armería El Gato. Mi padre se asomaba al hueco de la escalera  y veía cómo los operarios entraban cargados de cajas de explosivos acompañados siempre por la Guardia Civil, como si aquellas cajas contuvieran en realidad el tesoro de la Isla del Esqueleto.

Era una bicicleta roja, de piñón fijo y ruedas de goma maciza
Mi abuela pensó que el olor a quemado era demasiado fuerte como para no tener importancia. Sus tres hijos estaban jugando en el salón, en la fachada que daba a la calle Altamira, esa parte del edificio que saltó por los aires tras la explosión. Comenzó a buscar por todas las habitaciones el origen de aquel olor, pidió la ayuda de la asistenta, de su hermana y de su cuñado, pero no encontraban el origen dentro de la casa. Se dirigió a toda prisa hacia la puerta, temiéndose lo peor.  Cuando salió al rellano, vio que las llamas ascendían por el hueco de la escalera. No había tiempo de salir del edificio, estaban atrapados sin remedio en medio de un incendio. Mi abuela decidió tratar de ponerlos a salvo en las habitaciones de la fachada más alejada del fuego, la que daba a la calle San Fernando.

Una explosión, luego, el silencio. Por fin abrieron los ojos y vieron que la mitad de su casa ya no existía, solo una muralla de humo que se disipaba lentamente frente a ellos dejando ver la calle. La armería El Gato había estallado por los aires, lanzando proyectiles de piedra, causando la muerte a diecisiete personas e hiriendo a más de un centenar. En ese momento, no solo habían perdido su casa y sus posesiones, sino que estaban atrapados en una de las últimas habitaciones de la última planta de un edificio a punto de derrumbarse. Y mi padre pensó que quizá el Capitán Silver había regresado a por su tesoro.

El tiempo había muerto definitivamente antes de que comenzaran a oír golpes en la pared, en un muro de casi un metro que les separaba del edificio colindante. La pared cedió, cayeron casquetes y vieron a un grupo de soldados armados con picos, gritando, reclamando que pasaran adonde ellos se encontraban. Mi padre saltó de los brazos de su madre y pasó por el hueco con la confianza que daba el ejército español, y sintió que unos brazos fuertes le agarraban y le llevaban en volandas alejándolo del peligro. Eran los brazos de su padre, el brigada de infantería José María Sanguino.

Se mudaron a una planta baja en La Florida. La bicicleta acompañó a mi padre hasta allí, no así su gramófono. Mi padre volvió a subir a ella y se dio cuenta de que ya no podía seguir pedaleando en aquella vieja bicicleta roja, de piñón fijo y ruedas de goma. Ya era demasiado mayor.