En esos últimos días de julio, si al abuelo Manolo le hubieran dado la oportunidad de pedir un deseo, sin duda habría pedido que el 30 de julio se convirtiera indefinidamente en 30 de julio del año anterior.
Volver siempre al último verano. Imagino al abuelo Manolo sentado en el sillón, mirando tras la ventana la bruma que no le deja ver el puerto. Imagino al abuelo Manolo cruzando la habitación, mirando por la otra ventana, la que da al lado sur, pensando cómo es posible que hayan pasado tan rápidamente los últimos 70 veranos. Pero el abuelo Manolo era perfectamente consciente de que no se cumplen los deseos que quebrantan cualquier la ley de vida.
Aquella noche sonó el teléfono. Mi hijo me dijo que el abuelo se había ido al cielo. Volví a oír su voz: me preguntaba que por qué me había quedado tanto rato en silencio. Su madre le había consolado diciéndole que podría encontrar al abuelo en la estrella que más brillara.
Algunas noches mi hijo se angustia porque no consigue distinguir esa estrella. Yo estoy al otro lado del teléfono y le digo que no se preocupe, que yo sí la veo desde donde estoy. Siempre la veo. Y que le diré cualquier cosa de su parte cuando quiera.
Ahora, cuando pienso en el abuelo Manolo, por lo menos me consuela que él sabe la verdad.
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